El arte como salvación I

Yo tengo todas las reservas del mundo sobre Picasso, pero todas se me disipan cada vez que evoco las obras de la colección particular de María Teresa Walter, expuestas en el Ateneo de Ginebra a comienzos de los años 80. Esas obras son el reflejo de una de las épocas, la de la convivencia clandestina del artista con María Teresa, en que se tiene la impresión de que debió de conocer algo parecido a eso que llaman la felicidad, porque es felicidad y plenitud lo que aquellas obras transmitían. Todas aquellas obras tenían la luminosidad interior de alguien que está a gusto con el mundo que le rodea. Ya sabemos que aquello no fue más que un paréntesis en una vida inseparable de una obra que, según confesión propia, era “una suma de destrucciones”, y que la felicidad de aquellas obras de arte es esa felicidad engañosa del que la confunde con el placer. Porque en aquella armonía matinal y jubilosa fue precisamente en la que hizo irrupción un minotauro ciego, un semidiós que exigía sacrificios humanos. Lo engañoso de aquella sensación acaso esté en que las obras expuestas no expresaban el estado de ánimo del artista en un momento de su vida, sino las preferencias y los gustos de la persona que compartió con él ese momento, de suerte que nos dicen más sobre ella que sobre él.
A lo que voy es a darle la razón a un pintor bastante distinto de Picasso, como Ramón Gaya, cuya obra pintada y escrita es una demostración de que para un artista auténtico, y pocos tan auténticos y representativos de su época como Picasso, vida y arte son indistinguibles. El arte no siempre es creación; muchas veces es destrucción, y en eso Picasso fue un maestro convicto y confeso.

(Ramón Gaya. Divertimento sobre Picasso)

No puede decirse en cambio que Ramón Gaya fuera representativo de su época, pero no que no fuera un artista auténtico, y su autenticidad estuvo en no separar su vida de su obra, en no hacer que otros vivieran por él o se suicidaran por él. Ramón Gaya supo muy pronto optar por la tradición frente a la destrucción, y eso fue cuando en su primer viaje a París vio de cerca la obra de los maestros cubistas, y lo que había de arte muerto en sus naturalezas muertas. Sin embargo, su idea de la vida y el arte no tenía nada de estrecha o excluyente, y así se explica que seleccionara entre sus contemporáneos, entre los poetas, a Cernuda y a Bergamín; entre los pintores, a Solana, a Nonell y a Picasso. Muchas de las ideas y muchos de los juicios de Gaya pueden ser desconcertantes, pero no puede decirse que no estén razonados y expresados con claridad. Así, cuando le reprocha a Sorolla su grandilocuencia, su teatralidad y prefiere los apuntes y los bocetos en pequeño formato, o cuando censura en Juan Gris que vea en el cubismo no una técnica, sino una doctrina. A veces su inteligencia se quiebra de sutil, y no siempre es fácil seguirlo y darle la razón para dejar a Lorca en poeta menor o a Machado en poeta alicorto. Es fácil explicarse que sus conversaciones con Octavio Paz, de quien fue muy amigo, acabaran en discrepancia. Ahora bien, si hay algo que rechaza Gaya es el dogmatismo, propio del artista según señala en el caso de Gris, mientras que el creador lo es porque siempre busca. “Yo no busco; encuentro”, decía Picasso, otro artista, otro dogmático, cuya máxima virtud era cambiar de dogma como las serpientes cambian de camisa. Por eso las opiniones de Gaya son sólo eso, “opiniones”, es decir, teorías, y toda teoría, nos recuerda el argentino Buela, no es un fin en sí misma, sino un medio para buscar la verdad. Buela se autodefine como arkageuta, que significa en griego “eterno principiante”, y es curioso que Gaya, a fuerza de estar de vuelta de todo, procede como si estuviera dando sus primeros pasos. La obra, la vida de Gaya – tanto da- es una búsqueda, una busca; es, perdóneseme la expresión, un sabio tanteo. Sus versos son escasos, pero definitivos. Su obra plástica es muy amplia y es toda ella un ejercicio de admiración, un homenaje a la Historia de la Pintura. El mismo habla humildemente de “bocetos provisionales”. Gaya se pone en su estudio al nivel de esos aficionados que van o que iban al Prado a copiar obras maestras, aunque su finalidad no es el pastiche para la salita de estar, sino la captación en un mero boceto del sentimiento disimulado en la técnica, de la ráfaga de inspiración que dio eternidad a lo fugaz.

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