Poetas en Poley


(Juan Lamillar evoca una visita a Vicente Núñez en Aguilar de la Frontera)

CON VICENTE NÚÑEZ EN LOS ARENALES.
 No supe nunca –no lo sé todavía- si ese campo de olivos a unos kilómetros de Aguilar era un trozo de Grecia ni si los silos de enfrente de la venta los dibujaba Faulkner en el áspero aroma sureño de sus páginas Por su palabra, por la palabra del poeta, eran en esos momentos Grecia y Faulkner, distantes ambientes traducidos a la campiña cordobesa. Sentados bajo árboles que merecieron himnos, pisando sin saberlo mosaicos enterrados, escuchábamos de nuevo, en uno de esos encuentros demorados y rituales, la voz, las voces de Vicente Núñez, que se entretenían en la Margarita Gautier de Darío, en los caballos atenidos a su paz de Guillén, en la locura de Ofelia… Al par que levantaba la copa de Moriles, los dos soles –de la tarde, del vino- otorgando reflejos a la tumbaga y a los varios anillos del diecinueve que adornaban sus dedos, Bécquer aparecía como un letrista de tangos –“¡Qué solos se quedan los muertos!”- y la x de Aleixandre oxigenaba la poesía española de las últimas décadas… No eran ni el campo de Grecia ni el condado de nombre impronunciable, pero esos parajes cobraban una dimensión nueva. Incluso la venta modesta acentuaba su aire cervantino, de lugar de paso, de encuentros, de fábulas. Bastaba esa cercana lejanía para que su pueblo se le apareciera en sus tres sucesivas realidades: Ipagro, Poley, Aguilar de la Frontera y las tres encontraran vuelo y alcance en sus poemas. Tras desandar unos kilómetros, volvíamos a la realidad del mármol de las mesas y los saludos de los campesinos, del último moriles, ya casi en la noche, en los preludios de la despedida. Vicente había jugado durante toda la jornada con los conceptos, las imágenes, las paradojas. Barroca unión de los contrarios: quizá aún quedaran rastros de sol en Los Arenales pero sobre la plaza ochavada comenzaba a caer una lluvia tan bien medida como un alejandrino.  


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